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lunes, 28 de mayo de 2012

«Rumor de pez» o la dialéctica de la soledad


«Rumor de pez» o la dialéctica de la soledad


RUBÉN SÁNCHEZ FÉLIZ  [mediaislaEn «Rumor de pez» nadar es también volar, es flotar en un espacio y un tiempo que son todos los tiempos, todos los espacios. Es precisamente en esa “nada” donde el hablante lírico busca del «otro» para conjugarse y encontrar en ese instante-universo la iluminación.
«Rumor de pez» o la dialéctica de la soledad
En Rumor de pez (Premio UCE 2008), de René Rodríguez Soriano, el poeta usurpa la tinta de una felpa azul para armonizar el caos que se vierte sobre sí, como si con ello buscara saciar el poroso vacío anímico del hablante lírico o, si se quiere, rezurcir su alma. El rumor de los versos nos llega como en una suerte de contrapunteo —donde los conceptos, a pesar de sus valores antitéticos, se complementan—, acaso porque goza de una tesitura amplia, es, por así decirlo, un rumor cifrado que modula varios registros.
El objeto lírico es una mujer, el recuerdo de un amor que en ocasiones se torna platónico, pasa del deseo carnal al fervor espiritual. Así, inmerso en la soledad citadina, el hablante lírico se desplaza de una actitud inicialmente carmínica: Presiento a veces que vivo entre las torres que incierto y sacudido crezco hacia el vacío (13), a la apostrófica: ¿A qué has vuelto, mujer, distinta luz? (15); se mece entre lo racional y lo sensorial o sinestético.
Desde el interior de una oficina, el poeta erige un universo donde el hablante lírico se siente a sí mismo como carencia de otro:
Yo tuve una amiga, una azucena, un gato triste,  
una serpiente pitón, una bombilla apagada
 (13)
En esa soledad se sumerge en la nostalgia: La lluvia prende afuera el aspa tul de la nostalgia (14), y busca la unión con el contrario, en este caso, la mujer.
Entonces podríamos decir que entramos en una realidad donde los términos contradictorios son más bien dialécticos. O sea, que aunque afuera esté encendida “el aspa tul de la nostalgia” y adentro sea otra cosa, ambos conceptos existen por la presencia del otro, de esta forma, la negación pasa a ser paradójicamente una especie de aceptación o reafirmación y búsqueda: el uno precisa realizarse en el otro. Esta idea hegeliana queda clara en el poema “Rising”, donde la presencia del niño como síntesis armoniza en “la toda inmensidad” la comunión del hablante lírico (hombre-tesis) y el objeto lírico (mujer-antítesis) con un hermoso rumor de fondo (el violín desafinado, las imprecaciones del cobrador, el teléfono, la oleada), idea que posteriormente se hace aún más explícita:
Dices mi nombre y somos eso que siempre fuimos,
la unión de los contrarios
 (16)
Para surtir este efecto, el poeta se vale de un arsenal de figuras retóricas, entre las que sobresalen la antítesis, la paradoja, el oxímoron y la sinestesia. También encontramos una apuesta deliberada a un ludismo que no sólo enriquece el discurso polifónico e intertextual del poemario, sino que en ocasiones se recurre a palabras homónimas (homófonas y homógrafas) para transgredir o ampliar el valor semántico del significante. De esta forma al vocablo “nada” se le pueden atribuir varios significados, a saber, la nada como carencia absoluta y, a la vez, el presente del indicativo del verbo nadar.
Pero en Rumor de pez nadar es también volar, es flotar en un espacio y un tiempo que son todos los tiempos, todos los espacios. Es precisamente en esa “nada” donde el hablante lírico busca del otropara conjugarse y encontrar en ese instante-universo la iluminación. El eje es el ritmo, un rumor de algas y arrecifes, de pájaros a veces, un nadar y aletear arrítmico y filarmónico. Se vuela o se flota con cadencia de ave, con roces y jadeos marinos, hasta llegar al éxtasis, hasta anular el afuera con frenesí metonímico, sinestético:
Apagado el aire, el espacio,
tu sonrisa moja de luz todo el recinto.
Me quedé flauta en el suspiro de un sordo.
La melodía sin tímpanos del vaivén,
el olfato del tacto, tus muslos,
jadeo punteado, arrítmico,
me quedé suspiro, sordo como una flauta,
rasgueando las corcheas, las fusas y semifusas;
tus senos en mis manos, tiempo y sonido
confundidos; me quedé sordo, flauta y suspiro:
tú, pródiga en arpegios,
yo, a mi aire en tus aguas.
 (20)
Es evidente que en esta especie de encuentro-desencuentro hay una mezcla de sensaciones de varios dominios sensoriales, principalmente los olfativos, los táctiles y los auditivos. Además, en la imaginería de Rodríguez Soriano resaltan los símbolos y un erotismo que trasciende lo carnal, de matices sacros y hasta cósmicos. El hablante lírico acoge una actitud apelativa y endiosa a la amada no sin una cierta ironía, transgrediendo la retórica cristiana de la salve Regina:
Escucha mi plegaria, maculada y sin flema,
diosa y serpiente bufa, torre de esperma y nubes;
apiádate de mí, reina y señora de los desvergonzados
 (58)
Y un poco antes, en “Retozo de nube”, la del avemaría:
Déjame quererte
de una forma desquiciada
pero muy cuerda ahora
y en la hora de la lluvia amor
 (42)
La diosa parece escuchar la plegaria, desciende y eclipsa el tiempo, convive con el hablante lírico en ese Aleph borgiano que, en este caso, no es más que un instante-universo simultáneo y dinámico, que no estático, una imagen donde el acto sexual de la memoria es el mismo pez bailando (nadando, volando o flotando) y, de fondo, se escucha el rumor de burbujas, flautas y violines sordos.
Pero, ¿quién es esa mujer-diosa que levita (nada) y cuyo rumor puebla la soledad del hablante lírico? La prosopografía es casi nula, fragmentada más bien; apenas nos llegan las pinceladas de un ojo de cigua palmera, las manos de espigas, las sonrisas, los mohines, las mandarinas y los melones, las teclas del piano; a veces la intuimos con la piel mojada, arenosa, y en ocasiones se nos muestra áspera, forrada en arrecifes y corales y hasta emplumada o alada. Es un misterio. Un verdadero enigma. Pero a pesar de su aparente invisibilidad, la sentimos. Su presencia es imponente: es una mujer producto del recuerdo y en ella confluyen, peligrosamente, todas las mujeres. Para invocarla, el hablante lírico recurre a los sentidos, como podemos apreciar en este verso pleonástico, “Espero verte con mis ojos” (37) y luego se regresa a la sinestesia, “Espero verte sal/ olerte sol” (37).
Queda claro, por lo tal, que la mujer no es el vano fantasma becqueriano, porque la soledad propicia el recuerdo y el poeta la verbaliza, la convierte, con este oxímoron, en “invisible materia” (34). En ella convergen la madre y la amante; la mujer es verbo, es palabra, es poesía. Por ello la insistencia en regresar a los orígenes. Lo vemos en las alusiones mitológicas, en la imagen edípica, en ese afán de retornar al vientre, de amar y nacer de entre las mismas piernas:
No soy si no he nacido entre tus piernas
(para morir todas las veces que volveré a nacer
naciendo desde adentro de ti).
Nómbrame con tu boca de besarme,
Con tu lengua que salva del abismo los caballos
 (32)
El hablante lírico se busca en la mujer (en la palabra, en la poesía), se empeña en escribir ese instante dinámico donde coexisten la vida y la muerte, donde la destrucción no es más que una excusa para reiniciar y trazar un ambiente, un lugar donde el erotismo adquiere formas circulares, infinitas:
Una mujer en la arena, territorio de luz,
Arpa de contracciones,
Un castillo para construirse y destruirse,
Tantas veces cuantas, la noche, el mar, la infinidad
Y la mujer, prolonguen el poema (27)
O sea, que la palabra (la poesía) engendra esa mujer múltiple, madre-amante, para disipar la soledad del hablante lírico, si bien éste se niega a darle un nombre —la llama mujer, la llama Eva, la llama Penélope—; la felpa azul promueve y recrea el encuentro sexual en el lenguaje que, a su vez, es cuerpo, es lengua y se articula a sí misma para luego recorrer —no sin cierta perversidad lasciva— el otro cuerpo, el complemento:
Hablo
de ese animal terrestre que habita en el cielo de su boca.
Ese animal perverso que santifica mi nombre
y mis latidos, ese animal sin nombre que si me toca
me hace nacer sin lengua en el lenguaje de su cuerpo (48)
Esa ambigüedad se acentúa en “El color de una mujer”, poema que apunta hacia la relación que hay entre la palabra y la carne:
Una mujer es del color del grito
que la parte en dos
 (26)
Es de suma importancia la elección del verbo “partir”, lo que hace casi inevitable pensar en una parturienta pero, a la vez, en un grito de placer, orgásmico y, para citar a Freud, en el grito como descarga cinética, el grito como la primera acción del ser hablante, el grito que, como la mujer, también se parte en dos y engendra fonemas, palabras, otros cuerpos que inundarán, como la lluvia, la soledad del hablante lírico, “La soledad / está en nosotros, azuleando el poema” (21). Al final, el azul enrojece, el encuentro parece mitigar la soledad del hablante lírico, desarticular el tiempo y el espacio para dejarnos saciados de vacío, nadando en la paradoja:
Trenzan mis dedos chorros de azul (…)
una mujer de rojo,
nervioso enigma de la luz, ida soledad del hasta nunca.
Una mujer de rojo es un ayuno, fruta tierna
que menoscaba la hora en el reloj, desarma
las ventanas y las celosías a su paso.
Qué llenura de vacío queda latiendo
 (59) | rsf, new york, ny elescribidor1@aol.com

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